martes, 19 de abril de 2011

RECUERDO QUE ERA ENERO, por LOLA MASCARELL


Recuerdo que era enero. La tarde se deshacía en jirones de luz tras los cristales, en retales de polvo y nubes grises. Recuerdo que era enero y que la tarde era sólo el reflejo de la tarde anterior, de todas esas tardes ya vividas, y a la vez el preludio de todas las que estaban por venir y que vendrían. Además, otra vez, era domingo, y su tedio teñía cada hora con la pátina gris del gris celaje. Pero aquel día, por ese extraño azar que como flecha entrelaza de pronto dos instantes, la frase de una novela con nuestra vida, el plano de una película con aquella ciudad que recorrimos, así de inesperada y de certera, llegaba a mis oídos la que habría de ser la banda sonora no sólo de aquella tarde, sino de todas las tardes de domingo. De todos los domingos, de invierno y cielo gris. Era una canción de El último de la fila. Una canción que venía a suavizar el peso del tedio dominical por medio de ese extraño mecanismo que sólo la buena literatura sabe poner en marcha: modificar la realidad hasta convertirla en otra cosa, en un universo no sólo más habitable, sino doblemente hermoso, doblemente vivo, más pleno, más intenso.
Y es que la música de Manolo García tiene la extraña capacidad de instalarse en nuestro presente, de formar parte de él, de quedarse a vivir en nuestras vidas como si siempre hubiera estado ahí, como una pieza más en el puzzle interminable del recuerdo.
Infinitos domingos han llovido desde aquella canción, desde aquel disco... Infinitos oceanos y mares y cielos de astronomía razonables, y sin embargo, con que ímpetu resuenan todavía, con qué nuevo fulgor siguen contando los matices del mundo, sus pequeñas bellezas inexplicables: el pájaro, la sombra, la nube y el olivo, las mínimas andanzas que a pie de camino nos van saliendo al encuentro, los minúsculos prodigios que sólo una mirada asombrada y atenta es capaz de advertir, y que sólo una voz como la de Manolo García puede hacer fulgurar de un modo nuevo, como sólo el amor se atreve a transformar todas las cosas hasta hacerlas brillar como si nunca hubieran brillado así.
Arena en los bolsillos, su primer disco en solitario, no sólo recoge y amplifica su andadura junto a Quimi Portet, sino que nos hace ver el mundo a través de esa luz deslumbrada y radiante con la que Manolo García mira el mundo. Le sigue en 2001 Nunca el tiempo es perdido, de un lirísmo delicado y demoledor, nostálgico y risueño, de honda reflexión sobre la vida e ingrávido deleite en la azul superficie del instante.
Para que no se duerman mis sentidos, publicado en 2004; y Saldremos a la Lluvia en 2008, prosiguen en esa línea, una línea de rastro y horizonte, riachuelo y senda, sereno itinerario que se atreve a decir de otra manera lo que tantos han dicho: El tiempo y su indolencia fugitiva, el amor en su ir y en su quedarse, el nítido paisaje inabarcable con todos sus reflejos, la íntima celebración de estar vivo. Pero no sólo de música vive el artista que hoy nos acompaña, su pasión por la naturaleza, por el mundo, su apetito voraz por las distintas manifestaciones del arte, por la lentitud de la contemplación también se manifiestan en sus pinturas y en sus fotografías, recogidas en dos libros: De arrebatadora vida y Vacaciones de mi mísmo. Y expuestas también en diversos lugares de la península. ¿Y que más decir de este autor que con su música no sólo nos hace temblar, sino que es también capaz de sacudirnos en dulce escalofrío de belleza?


Lola Mascarell

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